quebrantapájaros (primera época)

CON LOS HUESOS POR EL AIRE

lunes, diciembre 19, 2005

Pequeño cuento navideño

La "struggle for life", che... unos se regeneran,
otros caen... ¡así es la vida!
Roberto Arlt, en El juguete rabioso.

La plaza en el barrio de mi infancia tenía cuatro pinos enormes dispuestos en cuadrado. Sus ramas se entrelazaban y la hazaña era treparse a ellos y cruzar a los saltos, cual Cósimo de “El barón rampante”, de un pino a otro.
La navidad de mis nueve años la pasé con el Muni, mi primo de sangre, que era un año menor que yo. Entre los dos éramos la misma piel de Judas antes de que nos agarrara la fiebre del juego de damas y más tarde el de las “damitas”. Así que después de una noche de turrón turco (mantecol, bah), garrapiñada , sorbos furtivos de culos de vasos con sidra, cañitas voladoras que no pasaban los cables de la luz y revoleando virulana que encendíamos en la hornalla de la cocina, nos fuimos a dormir felices y mareados.
Al otro día, el del 25, fuimos para la plaza del barrio mientras el mundo de los mayores se recuperaba de su cristiana resaca. Subimos a uno de los pinos y empezamos a dar esos saltos al vacío y sin conciencia. Al rato nos encontramos en la punta del abeto más alto. Las risas y los gritos terminaron. En silencio comenzamos a contemplar los techos de las casas, los árboles, la ciudad a medio hacer, las nubes tan cercanas. Era demasiado para nuestros ojos.

—Sólo un dios podría haber creado el mundo. Dijo el Muni.
—La verdad es que por lo único que podría creer en Dios, sería porque no me puedo explicar esto. Y aferrado al tronco le señalé todo lo que había debajo de nuestros pies.

Los dos estábamos en edad de hacer la primera comunión pero nuestros padres lo habían pasado por alto. Así que nos sentíamos como “fuera del sistema”.
Diez años después recordamos con mi primo esta charla en las alturas, luego de su confirmación religiosa. Además él había empezado a actuar en un movimiento de jóvenes católicos.

—¿Qué te ha pasado en estos años? Me preguntó con algo de tristeza.

No supe responderle. Pero por otros diez años, esa duda me ha estado persiguiendo. Y siempre me formulo la misma pregunta:

—¿Por cuáles otras ramas del pino bajé ingenuo y me perdí para siempre?