De pronto bajaba unas escaleras muy parecidas a las de un subte, o debo decir la metro, porque sólo me he subido a los de Santiago de Chile. En el último escalón, una cartera de mujer abandonada (¿la cartera o la mujer?) latía hacia mí. Mis garras la llevaron hacia mi pecho agitado. Dos mil ochocientos dólares, ni más ni menos. Un matrimonio, desde un costado, me había estado espiando desde el comienzo. La hice fácil, mil cuatrocientos para ellos y me subí de un salto al vagón.
Al despertar no me acordaba de nada, pero las noticias desde Londres me lo trajeron a la mesa de mi casa. Es verdad, no había bombas en mi sueño, pero tampoco un final feliz.
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