quebrantapájaros (primera época)

CON LOS HUESOS POR EL AIRE

jueves, septiembre 15, 2005

Trágica historia de mis mascotas

Prehistoria: cuenta el mito familiar que cuando yo era apenas un bebé teníamos en el patio un tero. Sí, leyeron bien. Al excéntrico de mi padre se le había ocurrido cohabitar, en una casa de barrio de los setentas (con su breve patio y cochera abierta), con esta emplumada mascota propia de las mansiones de Beverly Hill. Luego de una desvelada noche por los estentóreos graznidos del bicho, mi vieja fue a colgar la ropa y vio el pasto todo alfombrado de bolitas de caca. El tero y sus descocados gritos salieron volando.

Mi primera y fugaz mascota: Un día salimos a dar la “vuelta ‘el perro” por el centro en la GTX roja que teníamos. Al lado de la juguetería que siempre con mi hermano mirábamos, había un edificio en construcción. Nos llamaron unos albañiles y nos mostraron unos gatitos recién nacidos. Ante nuestra insistencia, mis viejos accedieron. A los tres días nos aparecieron unas ronchas rosadas en la cabeza y en el pecho. Partieron los primeros gatos con pena y sin ninguna gloria.

Cada dos x gato: al poco tiempo, no sé cómo, volvimos a tener dos gatos pequeñísimos. Éstos fueron higienizados al caso y se nos multó si “guay les sacan ronchas”. Una infausta mañana, mi viejo estaba sacando la GTX marcha atrás para llevarnos a la escuela. A la noche, los dos mininos habían trepado por el neumático delantero de la izquierda y se habían dormido plácidamente con el calorcito del motor. Al retroceder, los frágiles gatos quedaron atrapados entre el piso y la rueda (perdón, no encontré otra imagen menos cruenta para decir que murieron aplastados).

La vaca y el (pobre) pollito: el verano siguiente fuimos a estrenar a San Luis una GTX ocho cilindros pero esta vez amarilla. En el norte, cerca de Renca vive la hermana de mi mamá. Sus suegros tenían una estancia enorme, soñada, ideal para dos hermanos en busca de aventuras. Tomamos leche de vaca “en directo”, comimos el mejor dulce de leche con moscas que probé en mi vida, quesos, salames caseros, aaah... En fin, hacia la tarde visitamos el granero, los corrales y la abuela de mis primos me regaló un pollito bebé. Lo tomé extasiado entre mis manos y lo apreté denodadamente contra mi pecho. Tanto, tanto que a las dos horas cuando me obligaron a soltarlo entre cuatro personas, el pollito dio unos pasos, tambaleó como un borracho y cayó muerto a lo Kill Bill.

La perra de Daisy: no, queridos y prematuros babosos, no estoy hablando de la potranca hermana de los Duke de Hazzard. Daisy fue el primer canino que juré que iba a ser mi amiga para siempre. Pasó que le banqué las primeras meadas, pero cuando me dejó un zorete de regalo en el pasillo, perdimos toda amistad y partió. A otro dueño con ese terezo.

Se te escapó la tortuga renga: Ay, Tita, a vos sí te quise. Tita fue una tortuguita que un tío me regaló. La tenía en una caja de galletas. Allí le daba de comer la lechuga y me pasaba las horas mirándola. Un embole. Una mañana la saqué al patio y le hice un cerco entre cuatro ladrillos, ya que mi casa estaba en construcción. Después del almuerzo fui a verla y no estaba, la busqué como loco, lloré y puteé a toda mi familia porque se me reían: “¿Cómo se te va a escapar una tortuga?” Luego me explicaron que los quelonios saben hacer huecos profundos en la tierra, eso me dejó más tranquilo. Pero la cosa no terminó ahí. Durante la construcción de la planta alta, al rebajar el techo tiraron todos los restos de material al patio. Tres años después, cortando el pasto, descubrí horrorizado el caparazón vacío y destrozado de Tita. Un inclemente escombro la había ajusticiado.

Cata internacional: cerca de mis diez años y luego de tantos intentos fallidos, el mismo tío me trajo del Paraguay (o del Chaco, no me acuerdo) una catita preciosa y, obviamente, verde. Ante la mirada de reprobación de mi madre, mi tío se ofreció en comprarle hasta la jaula. La muy hija de puta de la cata nunca dijo una palabra y yo me la pasaba “papa, papita”. Un día se comió toda la madera que rodeaba la jaulita y se volvió al norte. ¡Andate a la concha de la lora!

Cancerbero (o el perro del demonio): cuando nos quedamos solos con mi madre, la casa nos sobraba. Así que un amigo me regaló un perro. El Huicho. Éste era fruto del incestuoso amor de su madre y su hermano. De aquí la teoría de mi esposa de que ese perro era un loco y le faltaban un par de pulóveres en la maleta. Bien, el caso es que el perro mordió a mi prima, mordió a una amiga, le clavó los colmillos en las nalgas a una vecina y, por supuesto, me mordió a mí. En su largo reinado de maldad, se morfó un gato, un gorrión y una paloma. Sabía saltar tan alto que los vecinos podían ver, aterrorizados, sus orejas cual cuernos asomar por la medianera. Ladraba todo el tiempo sin un motivo aparente. Nunca conoció el amor de perra alguna. El año pasado, cuando mi mamá tuvo su estadía invernal en el neuropsiquiátrico, me vi en la encrucijada de qué hacía con este perro del demonio. A mi casa (con mi hija chiquita) era imposible, dárselo a alguien conocido era quedar mal. Una tía sugirió que le diéramos de esas “pastillitas”, pero no tuve corazón... Así que chau, Huicho. Le di vía libre. Pero hay veces en que creo verlo por las calles a punto de hincarme los dientes... ¿Tendré una nueva oportunidad?